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Diego Costa lucía un rostro que por momentos podía reemplazar al archirrival de Batman. Siempre se salía con la suya y terminaba riendo. Un empujón (lícito) al rival que lo dejaba tirado en el piso, la insultante frialdad de un penal casi atajado, un esfuerzo de sangre contra el poste para que lo pongamos (una vez más) en nuestras vidas, y luego la lesión de un héroe caído y dolorido. Era ese paradigma de jugador al que usted creía, Simeone creía, Koke creía y yo creía. No tenía la técnica de los divos del fútbol español, menos el carisma para los comerciales de desodorantes, aunque sí un odio persistente de un sector que homogeneizaba lo rebelde con lo violento. El constructo mental del matón de barrio se trasladaba como un teléfono malogrado de los diarios españoles a los europeos, para terminar por causar su efecto estupefaciente en Sudamérica. Sí. Aquí también algunos lo tildaban de violento. De un joker odiado.

Pero lo perfecto comenzó a corromperse a partir de un tratamiento que parecía sacado de historietas de Marvel: la placenta de yegua. Ahora, cada vez que una yegua pasa por mi camino, recuerdo un día catastrófico y un héroe en el limbo. Porque sí, Diego Costa entraba en el limbo después de fichar por el Chelsea. En el limbo de ese imaginario colectivo mal alejado del verde y oro que veía su nombre en la camiseta y no sabía si quemarla, si santificarla, si llorarla o si guardarla en el baúl de los ídolos caídos. Y yo tampoco sabía dónde ponerlo. Confundido, frustrado, impotente de ver una vez más que el nuestro era suyo. De esa maquinita que suple la falta de talento y sacrificio con dólares y petróleo. Pero el jugador en el limbo se encargaba de salir de él y dejarnos claro que no derramó su sangre por nosotros, sino por él. Que jugó la final de la Champions por interés individual sin pensar en cada jugador invisible que desde atrás lo había hecho llegar hasta donde estaba. Mientras un turco de los nuestros se sentaba con esmoquin en la tribuna para demostrar que él no era la trampa (primero el bien del Atleti, segundo el del Atleti, después el del Atleti, y finalmente, si hay espacio, el interés individual de él, del turco), Diego se presentaba en la cancha. Y lo aplaudíamos. Y lo coreábamos. Y lo llorábamos. Para que ese mismo futbolista luego se arrepintiese de los goles que anotó con el Atleti. Para que diga que fue fácil tomar la decisión de la traición. Para que la camiseta quede en el baúl de los ídolos que nunca lo serán y vaya encima de la de Agüero, ¿acaso la de Reyes?

Pero cuando estás a punto de guardarla recuerdas ese gol a Diego López, otra vez ese gol en el Bernabéu meses después, esas patadas de Ramos y compañía, esa noche mágica frente al Milán y piensas que uno de los principales artífices de la mejor época histórica del club no puede ser tratado así. Que se merece un perdón. Pero no, no digo que lo insultes cuando vuelva, ni siquiera que lo pites. Tampoco podemos ser tan injustos, porque si bien jugó para él, también fue, al menos en una parte, para el equipo. Solo pido que no lo aplaudas, que no le pidas más autógrafos, que borres su sonrisa posando al costado tuyo, que no lo menciones y que no se escuche ni un solo coro cuando vuelva con ese equipo sin mística. Dicen que la indiferencia es más dolorosa que el reconocimiento o el odio. No lo recibamos como a un Niño Torres, pero tampoco como a Figo aquella vez en el Camp Nou. El silencio a veces es más poderoso que los gritos.

Ese aplauso se lo merecen otros. Otros que jamás se arrepentirán de los goles que hicieron con el Atleti. Otros que hicieron el mismo esfuerzo y tuvieron la misma influencia en el éxito que aún no acaba. Guarda esos agradecimientos para Gabi, para Koke, para Arda Turan, para Raúl García. Para los que hubieran renunciado a jugar si de eso dependía el bien del equipo. Para los que rechazaron contratos del Barcelona. Para los que siguen aquí y no huyeron. A ellos los verás cuando voltees las cartas. No los compares con la siguiente: verás a Diego Costa. Y la separarás de las demás porque esa carta nunca fue de las nuestras. Y sabrás que la trampa ya está lejos, de donde no debe regresar.

Daniel R.

Twitter: @Colchonero2012

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